Seeking the Face of the Lord
La iglesia experimenta un crecimiento fenomenal bajo la
dirección del obispo Bruté
En 1834 siete iglesias católicas formaban parte de la diócesis de Vincennes en expansión, con el obispo Simon Bruté y otros tres sacerdotes. La misa en muchas otras iglesias era ocasional. Para la muerte del obispo en junio de 1839, tan solo cinco años más tarde, se celebraban los sacramentos en 27 iglesias parroquiales y cuatro más estaban en construcción. Asimismo, se celebraba la misa en otras 30 “estaciones”. Había 25 sacerdotes y 20 seminaristas. Se fundaron dos comunidades religiosas; había una “universidad” para jovencitos y una academia para jovencitas. Las escuelas elementales contaban con 130 estudiantes matriculados.
El desarrollo fenomenal bajo la dirección del obispo fundador da fe del poder de la gracia de Dios obrando a través de un misionario santo. El obispo Bruté le escribió a su hermano Augustine: “Mi salud está desmejorando rápidamente. Mis días están desvaneciéndose, pero cada día que pasa mi corazón experimenta gran regocijo ante el progreso incesante de la iglesia. Si bien me encantaría permanecer aquí un poco más, estoy resignado a la voluntad del Maestro.”
El padre John McCaffrey, presidente de Mount Saint Mary en Emmitsburg, MD, y amigo del obispo Bruté, dejó un testimonio espléndido acerca de la nobleza de los últimos días del obispo. “Las dificultades que habrían descorazonado a casi cualquier otro, sirvieron únicamente para avivar su entusiasmo y caridad. A pesar de haber iniciado una travesía de cuatrocientas millas en tal estado de sufrimiento físico que no podía sentarse erguido en su caballo, la completó sin interrumpirla tan siquiera un día. Poco antes de su muerte salió de Vincennes para visitar una misión distante... y a pesar haber estado tan débil y extenuado que escasamente podía sostener su cuerpo tambaleante, en ausencia de un pastor, acudió a tres llamados de enfermos el mismo día y casi moribundo, les impartió el consuelo de la religión a aquellos que se encontraban tan cerca de la muerte como él mismo.
“La muerte, que no debería ser un visitante inoportuno para aquellos cuyos pensamientos, esperanzas y afectos están concentrados en un mundo mejor, lo encontró con las manos repletas de buenas obras y únicamente añorando fundirse con Cristo y estar con Él. Invenciblemente paciente y resignado ante el sufrimiento más severo, lleno de tierna piedad, calmado, sereno y demostrando con esplendor sus virtudes características hasta el último momento, creó un ejemplo de cómo un cristiano debe prepararse para correr su última carrera y ganar la inmortalidad gloriosa. En tanto que su fuerza disminuía, su devoción aumentaba. No procuró alivio para su sufrimiento: al contrario, aun estaba deseoso de trabajar y soportar, desde la perspectiva dual de hacer el bien para el prójimo e imitar más a su Salvador crucificado. Cuando ya no podía caminar o ponerse en pie, por lo menos se sentaba y le escribía a quien esperaba que pudiera beneficiarse de su correspondencia; y a aquellos que le rodeaban les hablaba de temas píos, tales como el amor de Dios, la resignación ante Su santa voluntad o la devoción a la Santa Virgen, con el fervor de un santo y el ardor de un arcángel.
“De esta forma, lo últimos días preciosos de su vida se ocuparon en obras de caridad, en la instrucción, edificación y consuelo de aquellos que se encontraban con él, y en comunión íntima y afectuosa con su Dios, a quien pronto esperaba ver cara a cara y amarlo y regocijarse en él para siempre. Por lo general prefería que se le dejara a solas, para poder entregarse con mayor libertad a sus sentimientos píos y a tales fines, no permitía que nadie lo velara de noche, hasta que comenzó su agonía mortal... ‘Que se haga la voluntad de Dios’, eran las palabras constantes en sus labios, y era el sentimiento permanente en su corazón.
“Después de haber recibido el último sacramento, ordenó que se rezaran las oraciones finales a las cuales respondió devota y fervientemente hasta la última; y luego, en la mañana del 26 de junio, a la una y media, entregó calmada y dulcemente su alma en las manos de su Creador.
Las últimas palabras del obispo Bruté fueron las mismas de Cristo: “Sitio”, o, “Tengo sed”.
A medida que reflexionamos en los últimos días de nuestro obispo fundador en el año 2005, no podemos más que pensar en los últimos días de nuestro recientemente fallecido Papa Juan Pablo II. Las semejanzas son asombrosas. Sus testimonios de caridad y humildad resultan conmovedores: pastores enfermos dedicados a su pueblo hasta el final.
Tanto con el difunto Santo Padre, como con nuestro primer obispo, todos, al unísono, lloraron la muerte del académico, el filántropo y el santo. Multitudes de personas de todas las filas y denominaciones visitaron su cadáver, y asistieron a las ceremonias de su funeral. Se dice que toda la población salió en tropel a acompañar, en silencio solemne, los restos venerados del increíble obispo santo, hacia su última morada.
(La próxima semana: La arquidiócesis prosigue con los esfuerzos para promover la canonización del obispo Simon Bruté.) †