Buscando la
Cara del Señor
Preocúpate por los demás y reza por la intercesión de María
(Cuarto de la serie)
Estabas allí cuando la miró a los ojos?”
La Cuarta Estación del Vía crucis rememora el encuentro de un torturado Jesús con su afligida madre. Sus ojos debieron de encontrarse en un intenso dolor y también con profundo amor.
El momento del encuentro de María pareciera indicar que sabía que su hijo necesitaba su presencia justo después de su caída al suelo. Aún en su hora de desgracia, María estuvo al lado de su hijo. Asimismo, Jesús nos entregó a su madre para que estuviera a nuestro lado.
Desde la infancia de Jesús, Simeón informó a María en el templo que una espada de dolor atravesaría un día su corazón junto a su hijo agonizante.
Jesús y María comparten un dolor común. Ella se aflige por su dolor. Él sufre por su aflicción. Tanto el hijo como la madre se encuentran impotentes ante sus sufrimientos.
Este encuentro doloroso de madre e hijo en medio del sufrimiento de Jesús es testimonio del poder de “acompañar” a otro que sufre. ¿No es acaso una experiencia bastante común la sensación de impotencia al desear aliviar el dolor de una persona que sufre?
¿Cuántas madres han estado con un hijo, una hija o un esposo en su hora de necesidad? ¿Cuántos han hecho lo que está a su alcance para ayudar a otro indefenso?
He relatado antes mi propia experiencia con mi madre quien estuvo a mi lado después de una cirugía; me daba trozos de hielo cuando quería algo más para comer y beber. Que estuviera allí significó tanto y sin embargo sospecho que ella habría querido hacer más.
Muchos años más tarde mi hermano, mi padre y yo la acompañamos mientras se encontraba grave, luchando una seria enfermedad. Y lo único que podíamos hacer era estar allí con ella. Acompañar a otra persona que padece un sufrimiento de cualquier tipo es un recordatorio de algo similar a lo que experimentó la madre de Jesús.
Si invertimos nuestros pensamientos por un momento, tan sólo podemos imaginarlos los sentimientos que experimentó Jesús en ese encuentro camino al Calvario, justo después de haber caído al suelo.
Sabemos que estaba preocupado por su madre. ¿Quién cuidaría de ella después de su pasión y muerte? Lo sabemos porque uno de sus últimos actos desde la Cruz fue pedirle a su amado discípulo Juan que cuidara de ella, y a ella que cuidara de él.
Recuerdo una experiencia que viví en el lecho de muerte de un joven primo. Repentinamente se sentó, me miró con gran angustia y preguntó quién cuidaría de su esposa y su pequeña hija.
En sus últimos momentos, sus pensamientos no fueron sobre él, sino sobre sus seres queridos. Me sentí profundamente conmovido y traté de asegurarle que cuidaríamos de ellas e intenté ayudarlo a que las colocara en las manos de Dios.
Nuestra reflexión y oración sobre el encuentro de María y Jesús en su camino a la ejecución puede orientarse en distintas direcciones.
María compartió la pasión de su hijo. En ese “acompañar” también fungió como testigo de nuestra redención. Su sufrimiento fue real y ciertamente su presencia durante la pasión de Jesús tiene un profundo significado para nosotros.
Cuando encontramos sufrimientos de cualquier clase podemos suplicarle a la madre de Jesús que nos ayude, que nos acompañe y que interceda por nosotros ante su hijo ahora victorioso. Podemos hacerlo con confianza porque desde la Cruz Jesús nos entregó a su madre como nuestra madre. La devoción a María en nuestros momentos de necesidad tiene un fundamento sólido y se encuentra plasmado en el Evangelio para toda la eternidad.
Obviamente, el papel de María como ayudante y consoladora es un ejemplo que debemos seguir. Después de todo, en el Evangelio también se evidencia que, al igual que el discípulo Juan, debemos recibirla y cuidarla.
Debemos tomar en serio nuestra vocación a ser sensibles y reconocer las necesidades de las otras personas. Este no es un reto diminuto ya que vivimos en una cultura particularmente egocéntrica en la que el mensaje abrumador es “ocuparme de mí mismo primero.”
Mientras rezamos en la Cuarta Estación de la Cruz, resulta provechoso pensar y rezar para crear el hábito de estar vigilantes, de estar alerta a las necesidades de aquellos que nos rodean. Al igual que otros hábitos, estar atentos a aquellos que sufren, especialmente a aquellos que sufren en silencio, exige una práctica intencional.
Estar alerta a las necesidades de los demás requiere sacrificio. Mi amigo, el Arzobispo retirado James P. Keleher de Kansas City, dice a menudo: “la amistad cuesta.”
Nos esforzamos más por nuestros amigos, incluso cuando es inconveniente. La historia de Jesús y María nos enseña que nuestros amigos no son solamente aquellos que escogemos. †