Buscando la
Cara del Señor
Reflexión personal sobre el papel de los padres como primeros maestros
Septiembre es uno de mis meses preferidos del año. Es el mes del cumpleaños de mis difuntos padres. Es el mes del comienzo de un nuevo año escolar y de los programas de catecismo de nuestra parroquia. Es el mes durante el cual reflexiono acerca del papel de mis padres como maestros y catequistas.
A medida que me hago más mayor, aprecio más la gran dádiva que fueron y que aun siguen siendo mis padres para mí. El mayor regalo fue que se me bautizara en Cristo al día siguiente de mi nacimiento. Con ese obsequio se me hizo la promesa de la eternidad. ¿Qué mayor regalo puede recibir una persona? Así como la vida misma, todas las demás cosas importantes comenzaron en ese momento.
En la actualidad, se dice con frecuencia que los padres son los primeros maestros. Los padres son los primeros catequistas de la fe. Mis padres me enseñaron la fe católica y me brindaron la educación para poder entender y valorar los sacramentos y la doctrina de la Iglesia.
Me enseñaron por medio del ejemplo sencillo de sus vidas, así como también con palabras oportunas a lo largo del camino. En cuanto a respetar la obligación de asistir a misa el domingo y en las fiestas de guardar, no había discusión. Lo mismo sucedía en el caso de respetar otras disciplinas asociadas con el ejercicio de nuestra fe católica. Me siento profundamente agradecido por el modo coherente como se me enseñó sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Como la mayoría de la gente durante la época de la post-depresión, en los primeros años nuestra familia llevaba una vida simple, ciertamente siguiendo los estándares de hoy en día. En general, mi hermano y yo no pensábamos que tuviéramos una vida particularmente menesterosa. Sin demasiadas complicaciones, nuestros padres nos enseñaron el sentido de los valores que nos han resultado muy útiles. El recordar los valores de nuestros padres resulta muy apropiado en una cultura que se ha vuelto cada vez más secular y materialista.
Mientras más mayor me vuelvo, más aprecio otros valores que papá y mamá nos transmitieron a mi hermano y a mí. Uno de ellos fue el valor de la dignidad por el trabajo arduo. No fue sino hasta más tarde en mi vida, especialmente mientras leía algunas de las encíclicas sociales de nuestros Papas más recientes, que reconocí que, a pesar de que no lo dijeran, nuestros padres nos enseñaban que el trabajo es una de las maneras de experimentar nuestra dignidad humana.
El difunto Papa Juan Pablo II, beneficiario de la experiencia del trabajo arduo en su juventud, era especialmente elocuente en este particular. Durante mis vacaciones de verano del seminario, mamá y papá se preocuparon por que yo tuviera diversas experiencias laborales, que iban desde trabajar en una fábrica, labrar la tierra, trabajar en una pastelería y realizar trabajos de limpieza. Mi papá me decía: “Si quieres ser un sacerdote, tienes que saber cómo vive la gente.” Trato de recordar eso y valoro su visión y preocupación por cómo trabaja la gente para subsistir, especialmente los pobres.
Mi mamá enseñaba en la escuela primaria, pero ni una sola vez me hizo los deberes. Si yo tenía alguna pregunta, ella estaba allí para ayudarme. Pero sí me supervisaba para que yo hiciera lo que debía hacer. Y me alentaba cuando llevaba a casa una boleta con buenas calificaciones. En retrospectiva, valoro el hecho de que me diera amplitud para que yo desarrollara el hábito de tomar iniciativas con respecto a mis responsabilidades en la vida. A medida que crecía, me di cuenta de que no era el único que reconocía que, de manera silente, mamá fue una fuente de extraordinaria sabiduría.
Por lo general las personas me preguntan cómo reaccionaron papá y mamá a mi deseo de convertirme en sacerdote, especialmente porque quise ingresar al seminario a muy temprana edad. Si bien cuestionaron de manera apropiada mis intenciones, me ofrecieron su apoyo y verdaderamente se sacrificaron para hacer posible que yo fuera a Saint Meinrad. Creo que no faltó una semana en 12 años que mi mamá no me enviara una carta con noticias sobre lo que sucedía en casa. Papá y ella me visitaban fielmente y nunca hubo ninguna duda de que ellos querían que yo hiciera lo que me hiciera feliz y lo que yo había identificado como la voluntad de Dios.
Su confianza en mi juicio se puso a prueba cuando les informé que, en lugar de convertirme en sacerdote diocesano, quería ingresar al monasterio de Saint Meinrad. Eso produjo como respuesta una visita especial y algunas preguntas minuciosas, pero, después de ello, su apoyo continuó allí.
Los cumpleaños de nuestros padres ameritan nuestra reflexión acerca del obsequio que ellos son para nosotros. Dedico esta sencilla narrativa sobre mamá y papá para que ustedes, como padres, recuerden lo importante que son como primeros maestros y catequistas de sus hijos. Ustedes tienen mucha más influencia de lo que ustedes mismos puedan reconocer. Le rezo a Dios para que los bendiga en sus palabras y acciones. †