Cristo, la piedra angular
Jesús nos demuestra su amor en su sacrificio por nosotros
“Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades,y cargó con nuestros dolores.con todo, nosotros lo tuvimos por azotado,por herido de Dios y afligido. Pero Él fue herido por nuestras transgresiones,molido por nuestras iniquidades.El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él,Y por Sus heridas hemos sido sanados” (Is 53:4-5).
El Viernes Santo es un día inusual en el año eclesiástico, ya que está cargado de una enorme tristeza al recordar el día en el que nuestro Señor padeció y murió por nosotros. Pero también es un día de júbilo en el que conmemoramos cuánto nos amó Jesús y su gran sacrificio para liberarnos.
El Viernes Santo es un día de duelo y de silencio, pero también es el día en el que la Luz del Mundo destruye las tinieblas del pecado y de la muerte.
El Viernes Santo sale el sol para iluminar nuestro mundo oscuro y tenebroso, y mostrarnos la luz jubilosa del cielo. El silencio del Viernes Santo nos prepara para los himnos de alegría de la Vigilia Pascual, el pregón pascual y el Aleluya que proclaman la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
El Viernes Santo celebra el triunfo de la humildad sobre el orgullo egoísta. Tal como leemos en la Carta a los Hebreos (Heb 4:14-16; 5:7-9):
“Cristo, en los días de Su carne,
habiendo ofrecido oraciones y súplicas
con gran clamor y lágrimas
al que lo podía librar de la muerte,
fue oído a causa de Su temor reverente.
Aunque era Hijo, aprendió obediencia
por lo que padeció;
y habiendo sido hecho perfecto,
vino a ser fuente de eterna salvación
para todos los que le obedecen”
(Heb 5:7-9).
En un acto de humildad suprema, Jesús aceptó voluntariamente la muerte en la cruz, una de las formas de pena capital más crueles que se haya inventado, para sacrificar su vida por nosotros.
El Viernes Santo es cuando nos regocijamos en la humildad de Dios, el día en que la Iglesia nos recuerda que la libertad, el amor y la felicidad que busca cada ser humano solo es posible a través del milagro del amor desinteresado.
El Hijo de Dios no tenía que entregarse y aceptar el amargo dolor y la tortura del Viernes Santo, ni morir como un criminal.
Lo que conmemoramos hoy es la decisión libre de Jesús de sufrir y morir por nuestros pecados, a pesar de su deseo muy humano de evitar el sufrimiento y la humillación. Es un recuerdo doloroso que debería evocar remordimiento en nosotros en este día tan triste por nuestro aporte al pecado que cargó nuestro Señor en los hombros camino a su crucifixión.
Pero la paradoja del Viernes Santo es que el Vía Crucis no es un callejón sin salida sino un camino que se abre hacia la salvación y la alegría. Así pues, sin olvidar jamás las amargas lágrimas que derramaron hoy María y los pocos que lo amaban lo suficiente para quedarse con él al pie de la cruz, nos alegramos y le damos gracias a Dios por el inmenso regalo de este día de conmemoración y júbilo.
La humildad y el sacrificio de Jesús en la cruz nos enseñan algo muy importante: el camino a la felicidad es el camino de la cruz. Esto significa que jamás encontraremos la verdadera alegría al buscar la riqueza, el poder, el éxito o la fama. Jamás descubriremos la libertad y el amor que deseamos si nos dedicamos a nuestra propia comodidad y satisfacción. La humildad de Jesús nos enseña que el amor verdadero se encuentra en el sacrificio y que la alegría verdadera viene no cuando nos aferramos a las bendiciones y comodidades de la vida, sino cuando las compartimos generosamente con los demás.
El Viernes Santo nos ofrece la oportunidad de regocijarnos a pesar de nuestra tristeza y de alabar a Dios por la humildad de su Hijo y el maravilloso regalo de su amor desinteresado, aunque lloremos su condena cruel y totalmente injusta de muerte en una cruz.
El Viernes Santo se celebra la humildad de Dios que, paradójicamente (según nuestros estándares terrenales), ha exaltado el nombre de Jesucristo por encima de todos los demás para que con solo nombrarlo toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesús es el Señor para la gloria del Padre.
Que siempre recordemos el sacrificio de Cristo en la cruz que conquistó nuestra salvación y nos mostró el camino hacia la felicidad y la paz. Que su sufrimiento cruel e inmerecido y nuestros cánticos de amargo dolor nos guíen a la alegría de la Pascua y nos preparen para cantar una vez más: ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado! †