Cristo, la piedra angular
El discipulado exige un amor abnegado
“Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el evangelio la salvará” (Mc 8:34-35).
La lectura del Evangelio del vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario (Mc 8,27-35) nos enseña sobre la naturaleza del discipulado cristiano. Si queremos seguir a Jesús, debemos estar dispuestos a dejar de lado nuestros intereses personales, incluyendo nuestra comodidad y seguridad, y “llevar nuestra cruz,” el cruel instrumento de la pena capital que fue la causa de la muerte de Jesús.
El Papa Francisco nos recuerda con frecuencia que no podemos ser pasivos o indiferentes, ni permanecer en “la comodidad del sillón.” En su mensaje del Ángelus del 30 de agosto de 2020, el Papa Francisco dijo: “La vida de los cristianos es siempre una lucha. La Biblia dice que la vida del creyente es una milicia: luchar contra el espíritu malo, luchar contra el Mal. Si queremos ser discípulos [de Jesús], estamos llamados a imitarlo, gastando sin reservas nuestra vida por amor de Dios y del prójimo.”
En el Evangelio del domingo, Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8:27) Repiten lo que han oído especular a otros: Unos dicen que es Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que es uno de los profetas. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Les pregunta Jesús. Pedro le respondió: “Tú eres el Cristo” (Mc 8:29).
La audaz afirmación de Pedro con respecto a la identidad de Jesús como el Ungido, el Mesías largamente esperado, no le impide protestar contra la profecía de Jesús de que “el Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley. Es necesario que lo maten y que a los tres días resucite” (Mc 8:31).
Por el contrario, como observa el Papa Francisco, “Frente a la perspectiva de que Jesús pueda fracasar y morir en la cruz, el mismo Pedro se rebela y le dice: ‘Dios no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso’ ” (Mc 8:32). El Papa describe el conflicto en el que se encuentra Pedro. “Cree en Jesús—Pedro es así—,tiene fe, cree en Jesús, cree; le quiere seguir, pero no acepta que su gloria pase a través de la pasión.”
Para ser sinceros, debemos admitir que la mayoría de nosotros nos encontramos en un dilema similar. Creemos en Jesús y queremos seguirlo, pero nos resistimos a lo que Dietrich Bonhoeffer, el teólogo luterano que fue ahorcado por los nazis en 1945, llamó “el costo del discipulado.”
Como san Pedro en la lectura del Evangelio del domingo, preferiríamos no asociar la alegría de la fe cristiana con los sacrificios, incluido el martirio, que se exigen a los seguidores de Cristo.
San Marcos nos dice que la respuesta de Jesús a Pedro fue inmediata e inflexible. Al oír esto, se dio la vuelta y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: “¡Aléjate de mí, Satanás! Tú no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mc 8:33). Los caminos de Dios no son nuestros caminos, y el costo del discipulado es claro: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el evangelio la salvará” (Mc 8:35).
El Papa Francisco ha descrito las dos actitudes a las que está llamado el discípulo cristiano: a renunciar a sí mismo, es decir, convertirse, y tomar la cruz. Ambas requieren humildad y la voluntad de abandonar nuestro propio interés. “No se trata solo de soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas—dice el Papa—sino de llevar con fe y responsabilidad esa parte de cansancio, esa parte de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva.”
La segunda lectura de este domingo de la Carta de Santiago (Stg 2:14-18) da una idea clara de algunas de las implicaciones prácticas del “costo del discipulado.” Pregunta Santiago:
“Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe? Supongamos que un hermano o una hermana no tiene con qué vestirse y carece del alimento diario, y uno de ustedes le dice: ‘Que le vaya bien; abríguese y coma hasta saciarse,’ pero no le da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Stg 2:14-17).
Seguir a Jesús exige que primero “llevemos nuestra cruz,” lo que significa que debemos estar dispuestos a practicar lo que predicamos. También significa que debemos estar dispuestos a sacrificar nuestros propios intereses por el bien de los demás.
Pidamos la gracia de reconocer a Jesús como el Cristo, nuestro Señor y Redentor. Recemos también por la voluntad de abandonar nuestro propio interés para seguir a Jesús en la realización de buenas obras por el bien de los demás. †