Cristo, la piedra angular
Al igual que María, vivamos para alabar a Dios y servir a los demás
“Cuando María llega a casa de Elisabet, se produce un acontecimiento que ningún artista podría retratar jamás con la belleza y la intensidad con la que ocurrió. La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas y Elisabet, iluminada desde las alturas, exclama: Bendita seas entre las mujeres.” (Papa Benedicto XVI)
La fecha de publicación de esta columna es el viernes 31 de mayo, la festividad de la Natividad de la Santísima Virgen María. Es justo que el mes de mayo, dedicado a esta hermosa mujer, la madre de nuestro Señor, concluya con una historia que ilustra su papel como primera discípula misionera de su Hijo, Jesús.
En la lectura del Evangelio de hoy (Lc 1:39-56), san Lucas nos cuenta que, una vez que María hubo aceptado el mensaje del ángel de Dios que le informaba de que iba a ser la madre de nuestro Señor, partió de inmediato a visitar a su prima Elisabet:
María fue de prisa a una ciudad de Judá que estaba en las montañas. Al entrar en la casa de Zacarías, saludó a Elisabet. Y sucedió que, al oír Elisabet el saludo de María, la criatura saltó en su vientre y Elisabet recibió la plenitud del Espíritu Santo. Entonces ella exclamó a voz en cuello: “¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Cómo pudo sucederme que la madre de mi Señor venga a visitarme? ¡Tan pronto como escuché tu saludo, la criatura saltó de alegría en mi vientre! ¡Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá lo que el Señor te ha anunciado!” (Lc 1:39-45)
Nadie habría culpado a María si se hubiera quedado en casa, cuidándose en previsión del nacimiento de su Hijo.
Pero María no estaba preocupada por sí misma ya que confiaba en que Dios le proveería. Así que dejó a un lado su propia comodidad y viajó a “las montañas” (Lc 1:39) donde vivía Elisabet con su marido, Zacarías.
El viaje de María desde Nazaret a la ciudad de Judá puede considerarse como el primer viaje misionero cristiano puesto que su objetivo era dar consuelo y asistencia a una pariente anciana que esperaba su primer hijo. Pero su efecto fue anunciar la presencia del Verbo de Dios encarnado a Elisabet y a su hijo no nacido, Juan, que sería el primer heraldo de Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29).
María llevaba al Hijo de Dios en su vientre, pero lo proclamó audazmente con su presencia y con su atención abnegada y preocupación por su prima.
En respuesta al efusivo saludo de Elisabet y a su reconocimiento de que María es realmente “bendita entre las mujeres” (Lc 1:42), María entonó el cántico que ahora se repite todos los días en la oración vespertina de la Iglesia:
Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. ¡Santo es su nombre!
De generación en generación se extiende su misericordia a los que le temen. Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías. Acudió en ayuda de su siervo Israel y, cumpliendo su promesa a nuestros padres, mostró su misericordia a Abraham y a su descendencia para siempre. (Lc 1:46-55)
Las palabras de María están plenamente integradas con sus acciones y toda su vida es testimonio de las virtudes cristianas esbozadas por san Pablo en la primera lectura optativa de hoy:
Nuestro amor debe ser sincero. Aborrezcamos lo malo y sigamos lo bueno. Amémonos unos a otros con amor fraternal; respetemos y mostremos deferencia hacia los demás. Si algo demanda diligencia, no seamos perezosos; sirvamos al Señor con espíritu ferviente. Gocémonos en la esperanza, soportemos el sufrimiento, seamos constantes en la oración. Ayudemos a los hermanos necesitados. Practiquemos la hospitalidad. (Rm 12:9-13)
María vive para alabar a Dios y servir a los demás. Acepta de buen grado el intenso sufrimiento que conlleva su papel de discípula misionera y cree de todo corazón que “se cumplirá lo que el Señor te ha anunciado” (Lc 1:45).
Al concluir este mes dedicado a la Santísima Virgen María, “alegrémonos en la esperanza” con ella y pidámosle que nos acompañe y nos ayude a responder con generosidad al llamado que el Señor nos hace a cada uno de nosotros a ser fieles discípulos misioneros de su divino Hijo. †