Cristo, la piedra angular
Recibamos a Jesús, el pan de vida, con reverencia y gran alegría
La lectura del Evangelio del 19.º domingo del tiempo ordinario (Jn 6:41-51) nos dice que “los judíos murmuraban de él porque había dicho: ‘Yo soy el pan que descendió del cielo’ ” (Jn 6:41). Al escuchar esto por primera vez, quizá podríamos simpatizar con ellos. ¿Qué querría decir Jesús con esto? Incluso si fuera solamente una metáfora, que para Jesús claramente no lo era, ¿qué significa decir que él es “el pan que descendió del cielo”?
El tema eucarístico que domina gran parte del Evangelio de san Juan pretende destacar el hambre y la sed espirituales que siente todo ser humano. Hay un vacío en nuestro interior que no puede satisfacerse con nada de lo mundanal. La riqueza, el poder, la gratificación sexual e incluso el “éxito,” tal y como lo define nuestra cultura actual, no pueden llenar el vacío, el intenso anhelo, que caracteriza la condición humana.
Únicamente Dios puede saciar nuestros corazones hambrientos; solo el pan del cielo puede proporcionarnos el alimento espiritual que necesitamos. Al igual que Dios envió el maná para proporcionar alimento físico a los judíos que vagaban por el desierto, nuestro Padre celestial nos ha enviado lo único que puede satisfacer el descontento de nuestros corazones. Ha enviado a su Hijo único, el Verbo encarnado, para nutrirnos espiritualmente y alimentarnos con el pan vivo (Cristo mismo) que es el único que puede sostenernos a lo largo del difícil camino de la vida.
“¿No es este Jesús, el hijo de José?” decía la gente. “¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: ‘He descendido del cielo’?” (Jn 6:42)
Jesús les dice que dejen de murmurar. Lo más probable es que los judíos—amigos, vecinos y la familia ampliada de Jesús—sientan envidia de la adulación y la fama que rodean a su coterráneo nazareno. “¿Quién se cree que es?” piensan para sus adentros. “No es distinto de nosotros.”
Pero Jesús es diferente. Es a la vez Dios y hombre. Nació de una joven nazarena, por lo que ciertamente es su paisano, pero proviene del cielo. Cuando Jesús dice: “Yo soy el pan que descendió del cielo” (Jn 6:41), no está exagerando su importancia ni reclamando una falsa superioridad sobre sus vecinos. Dice la verdad, sobre todo cuando añade: “si alguno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6:51), y “el pan que yo daré por la vida del mundo es mi carne” (Jn 6:51).
En el mundo antiguo, el pan era el sustento de la vida; sin pan, y sin el alimento que este proporcionaba, la gente se moría de hambre. Cuando Jesús se identifica con el pan, está diciendo que sin él no podemos vivir de verdad. El vacío que hay en nuestro interior no puede llenarse más que con el pan del cielo que es el propio Jesús.
Durante el Congreso Eucarístico Nacional del mes pasado, celebramos con gran alegría el magnífico regalo que Dios nos ha hecho en Jesús, el pan de vida bajado del cielo. A través de las procesiones eucarísticas, la adoración del Santísimo Sacramento, la celebración de la santa misa y muchos otros actos reverentes y llenos de alegría, proclamamos nuestra fe plena en las palabras de Jesús: “Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que desciende del cielo para que el que coma de él no muera” (Jn 6:49-50).
Ahora que estamos en el tercer año del Avivamiento Eucarístico Nacional, debemos comprometernos a difundir la Buena Nueva de que el pan de vida está a nuestra disposición y de todo aquel que esté dispuesto a superar sus dudas y entregarse a Jesús.
“Por tanto, sean imitadores de Dios como hijos amados,” nos dice san Pablo en la segunda lectura (Ef 5:1). “Y anden en amor, como Cristo también nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio en olor fragante a Dios” (Ef 5:2). El sacrificio en el que Cristo nuestro Señor se entrega se repite cada vez que se celebra la misa, y el pan y el vino ordinarios se transforman en el cuerpo y la sangre de Jesucristo por el poder del Espíritu Santo.
Este don extraordinario de Cristo mismo es lo que nos permite “vivir en el amor.” Cada vez que recibimos la sagrada Comunión, nuestras almas se nutren del pan vivo bajado del cielo; cada vez que alabamos a Dios en la adoración eucarística, damos testimonio de la presencia real de su Hijo único en el Santísimo Sacramento.
Nunca demos por sentado el pan vivo que se nos ha dado para saciar nuestros corazones hambrientos y liberarnos de la carga del pecado y de la muerte. Regresemos al Señor una y otra vez y reconozcamos a Jesús como la fuente de toda vida, ¡y que recibamos este asombroso don con reverencia y gran alegría! †