Cristo, la piedra angular
Abrazar y compartir la alegría de la gracia de Dios
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final” (Jn 6:54).
La lectura del Evangelio del vigésimo primer domingo del tiempo ordinario (Jn 6:60-69) nos relata una verdad difícil de asimilar sobre el discipulado cristiano: requiere una fe y un valor extraordinarios. No todo el mundo tiene lo que hace falta para aceptar el reto que transmite Jesús en sus enseñanzas y con su ejemplo.
Los Evangelios están llenos de sabiduría que contradice lo que vemos a nuestro alrededor. Se nos desafía a “poner la otra mejilla” cuando nos atacan y a “amar a nuestros enemigos.” Se nos pide que renunciemos a nuestras ambiciones mundanas, que “vendamos todo,” demos a los pobres y sigamos a Jesús en el vía crucis. Y, quizás lo más importante (y difícil) de todo, es que se nos dice que si comemos el cuerpo y bebemos la sangre de Cristo, viviremos para siempre.
La lectura del Evangelio del domingo nos dice que muchos de los que escucharon estas palabras de Jesús no pudieron aceptarlas; evidentemente se les hizo demasiado y, en consecuencia, se alejaron de él.
San Juan nos dice que muchos de los discípulos de Jesús que estaban escuchando dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír? Desde entonces, muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6:60, 66).
Esto es una gran paradoja: la forma de vida que Jesús nos invita a llevar es difícil; pero si aceptamos su enseñanza y lo seguimos, el resultado es una alegría inimaginable. La muerte del yo (el Camino de la Cruz) conduce a la vida eterna y a participar en la alegría de la resurrección de Cristo. Si renunciamos a nuestro egocentrismo, saldremos vencedores y viviremos una felicidad incalculable. Con la muerte del yo, resucitaremos a una nueva vida.
Muchos discípulos encontraron demasiado difícil de aceptar la afirmación de Jesús de que él es el Pan de Vida. Pero los que creyeron en él respondieron con fe y valor a su pregunta “¿Quieren acaso irse ustedes también?” y le dijeron: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído, y conocido que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6:68-69).
Jesús es el Santo de Dios que se entrega a nosotros en cuerpo y sangre, alma y divinidad en la Eucaristía. Él es “la fuente y la cumbre” de nuestra fe cristiana. Si permitimos que esta creencia fundamental se desvanezca de nuestra conciencia, debilitamos nuestra capacidad de aceptar la gracia de Dios en nuestras mentes, corazones y cuerpos. Sucumbimos a una forma de enfermedad del alma que nos roba la fuerza espiritual necesaria para vivir plenamente y servir como discípulos misioneros llamados a proclamar la Buena Nueva y transformar el mundo.
Hace apenas un mes nuestra Arquidiócesis acogió a unas 50,000 personas de todo el país y del mundo en una celebración llena de alegría de la sagrada Eucaristía. El Avivamiento Eucarístico Nacional de tres años de duración, que incluyó el 10.º Congreso Eucarístico Nacional celebrado aquí en Indianápolis del 17 al 21 de julio, es una respuesta directa a los informes que señalan que entre los católicos de Estados Unidos ha disminuido la convicción de que Jesucristo esté verdaderamente presente. Los obispos de Estados Unidos estamos decididos a crear conciencia sobre la naturaleza absolutamente única de la Eucaristía como comida sagrada, como una representación viva del sacrificio de Cristo en la Cruz y como presencia real del Señor en la sustancia milagrosamente transformada del pan y el vino ordinarios.
Cualquiera que haya asistido al Congreso Eucarístico dará fe de los momentos de pura alegría que llenaron el estadio y el centro de convenciones, de la reverencia evidente en la iglesia de San Juan Evangelista y en la Catedral de San Pedro y San Pablo, así como el entusiasmo que se desbordó por las calles del centro de Indianápolis especialmente durante la procesión eucarística.
El sagrado misterio de la Eucaristía se celebró con gran alegría, y la presencia real del Señor se afirmó y se recibió de muchas maneras poderosas en el transcurso de la semana. Los participantes se unieron a nuestras hermanas y hermanos de todo Estados Unidos para dar gracias a Dios por el impresionante don que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se nos entrega libremente cada vez que recibimos la sagrada Comunión en la misa y cuando adoramos la hostia sagrada presente ante nosotros en el Santísimo Sacramento.
Nos encontramos en el tercer año del Avivamiento Eucarístico Nacional, el año en que se nos “envía en misión.” Recemos para que algo del entusiasmo y la alegría del Congreso Eucarístico permanezca con nosotros en las próximas semanas y meses. Recemos para tener la fe y el valor de aceptar la verdad sobre Jesús—la fuente y la cumbre de toda la vida—para poder compartir esta buena nueva con nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo. †